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En la última recta, Van der Poel derrota a Van Aert y logra su quinto Mundial de ciclocross

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Van der Poel cruza la meta por delante de Van Aert. BAS CZERWINSKI (AFP)

 

La nueva dimensión del ciclismo. En el minuto tres ya están solos. Una película de una hora por delante y un dron que les persigue como una ráfaga de viento cuando entran en el bosque oscuro, árboles pelados de invierno, como un espíritu del que huyen, jinetes sin cabeza en una película de Tim Burton. Barro. Hierba. Cielo gris del Mar del Norte. Detrás, inmersos en sus batallas, los demás, compañeros del metal, los locos que solo piensan en ciclocross. Un comic manga también.

Dos protagonistas afeitaditos, limpios. Gafas negras. Cascos alados. Mejillas sonrosadas, uno; tez oscura, otro. Más de 40.000 espectadores (30 euros la entrada de general) alrededor de las vallas que solo respiran el ambiente y beben cerveza que les calienta y lo ven todo en pantallas gigantes. Ambiente de concierto rock en Monterey. Tribunas VIP y gritos ebrios, como en el green del 16 en Scottsdale.

La vida entera. Mathieu van der Poel y Wout van Aert solos. Dos niños en el recreo, cuando las cosas son más serias que nunca en la vida, y la marcan. Un pique eterno. Y la derrota es más dura. Van Aert, 1,90 metros, inmenso, abatido, codos doblados sobre el manillar. Hombros hundidos. Mirada oscura detrás de las gafas negras. Como Roger de Vlaeminck, a quien adoran los abuelos de los niños de ahora, su maillot de chicle Brooklyn, su cara de barro, los días malos. Aún así, todos quieren ser Van Aert; todos quieren ser Van der Poel también, el de las mejillitas rosas.

El ganador que levanta el brazo doblado. El ganador por décimas de segundo tras una batalla de una hora por rampas rosas, azules, 34 escalones con la bici al hombro que ascienden de dos en dos, subidas y descensos, barro, a la colinita de 26 metros de alto, la cresta de Brabante, Países Bajos, Hoogerheide. El quinto título mundial para el hijo de Adrie, el nieto de Poulidor. 28 años. Van Aert, el otro gigante, sigue en tres. Tercero, a 12s, fue el belga Eli Iserbyt, el mejor de los demás, el mejor especialista. Felipe Orts, primer español, fue 19º; Kevin Suárez, 30º. Codo a codo en la última curva. Nada les ha podido despegar hasta entonces. Ni el ímpetu del ganador, ni la razón analítica del derrotado.

Codo a codo saltan, acróbatas, los últimos tablones, la décima vuelta, los últimos 34 escalones. Codo a codo doblan la última curva. Entran en el asfalto. Delante de ellos 200 metros en cuesta, al 6%. Poco más de 12 segundos a tope, tope. 1.200 vatios. Pedaladas de fuego. Más rápidas, tremendas, devoradoras de espacio las de Van der Poel, que sabe que esa es su ventaja, un sprint partiendo casi de la nada. Van Aert, mucho más grande, más potente, es más lento. Su ventaja son los sprints lanzados. Pero cuando lo inician están prácticamente parados.

Otros, los normales, aprovecharían para recuperar el aliento; ellos, los fenómenos de película, solo piensan en salir disparados, como si la curva escondiera un percutor que les lanza. Van der Poel, en el pueblo de su padre, que ha dibujado el circuito, las rampas, los laberintos, las escaleras, el final, más que nadie.

“Estaba muy relajado en la última vuelta”, dice Van der Poel, el poeta, dicen, del barro, el inconsciente que se deja llevar por el orgullo y la inspiración, y por su superioridad técnica innegable, y él no se ve así siempre. A veces a la fuerza solo se le puede derrotar con la razón. Y él también sabe ser razonable. Un Mundial de ciclocross contra Van Aert no es cualquier carrera. Solo, quizás, un Tour de Flandes o una Roubaix, un mano a mano con el belga en los adoquines o en los montes, podría igualarlo.

“Todo el mundo pensaba que estaría nervioso y atacaría antes, pero yo ya había decidido esperar al sprint. Sabía que tenía que esperar. Y no sé cómo explicarlo. No sabría cómo describir cómo me siento. Estoy superfeliz. Creo que es la mejor victoria de mi vida”. La nueva dimensión del ciclismo, que se traslada ya al asfalto, nace de una rivalidad única. Dos niños prodigio que coincidieron en su primera carrera hace más de 10 años. Egoístas y generosos. Su ombligo y la felicidad de la afición. Los dos tienen 28. Como si hubiera habido un segundo Mozart nacido el mismo día.

Una anomalía. Uno en un millón de años, pero dos a la vez. “Ahora nos peleamos. Llevamos más de 10 años así, y apenas nos aguantamos ni nos hablamos”, dice el ganador de los ojos claros, la luz azul en la mirada, liberado de las gafas, libre. “Pero nuestra rivalidad ha marcado el ciclismo. Y estoy seguro de que dentro de unos años nos sentaremos juntos, y comentaremos orgullosos nuestras batallas. Ahora toca seguirlas en la carretera”. Puedes seguir a EL PAÍS Deportes en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.

 

 Carlos Arribas /  EL PAÍS

 

 

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