El pleito que cerró la cartelera de anoche en el Mandalay Bay fue un ejemplo de boxeo limpio; salvo un golpe a los riñones tirado por el azteca y un choque de cabezas accidental, el referí no tuvo ninguna intervención por actividades mañosas. Los jueces, porque esa tónica no pueden perderla, vieron otra pelea y la desproporción en cada tarjeta dio pena: 118-110, 119-109 y 117-111, yo vi ganar al Canelo (46-1-1, 32 KO’s) 116-113 y supongo que por ahí anduvo la justicia.
Según la información pitagórica, el mexicano dio 57 % de los golpes a la cabeza y 43 al cuerpo. Ese Miguel Cotto (40-5, 33 KO’s), que perdió el veredicto judicial contra Canelo Álvarez, sorprendió gratamente a la academia, no porque se moviera con la gracia y la armonía de un estilista de la vieja escuela, sino porque lo hizo a través de los doce rounds del combate, ante un rival poderoso por su golpeo y por su resistencia.
La preparación del perdedor, magnífica, se aprobó con 100 puntos. El cambio de trainer hizo efecto incluso en una derrota muy luchada. El boricua asimiló bien los golpes del mexicano a partir del 7mo, asalto en que Alvarez levantó el tren de pelea y Cotto redujo un poco su velocidad de desplazamiento; a pesar de que entre el 7mo y el 8vo el Canelo logró conectarle fuerte, no fueron con la potencia ni con la insistencia suficientes para tumbar al ídolo de Borinquen.
Yo creí que el ganador sobre el ring sería el Canelo y lo logró, pero nunca pensé que iba a disfrutar de un Cotto que ni en sus mejores momentos luciera tan boxeador, tan elegante y tan artístico, que demostrara con su actuación, si cabe, que, bajo ningún concepto, pueda creer alguien que el hombre esté liquidado, como yo antes de la pelea. Al modo mío de verlo, fue un peleón, boxeo, en el estricto sentido del término para todos los gustos. Canelo ganó la faja mediana del CMB, robada a Cotto casi a la hora de subir al ring, por lo que fue medio especial, medio championable el combate.
Por Andrés Pascual