El cielo se estremeció y lloró ante lo insólito. En un instante el salto de Bob Beamon se abrazó eternamente con la inmortalidad. ¡8.90 metros en longitud! Su hazaña grandiosa, inmensa, lo identifica con el Everest de los Juegos Olímpicos de 1968.
A las 15.45 horas del viernes 18 de octubre la figura larguirucha del estadounidense Bob Beamon (1.91 m y 75 kg), cuarto en el turno, empezó una carrera explosiva. Su zapatilla derecha de seis clavos golpeó poderosamente en el tartán con precisión milimétrica con la tabla de despegue.
Su cuerpo de goma, elástico y flexible, se elevó 1.78 metros, trazó una parábola, sus brazos se cruzaron en el aire y sus piernas las extendió al frente. Voló 0.93/100 de segundo; en simetría, las plantas de sus pies se hundieron en la arena y describieron una corta curva; dio tres pequeños saltos de canguro e inició un trotecillo gracioso con los músculos relajados.
El pecho de su camiseta mostraba el número 254. Un rumor se levantó en los espectadores que estaban frente a la fosa del salto de longitud. En el rostro de uno de los jueces se dibujó un signo de interrogación.
El aparato del sistema óptico de medición se deslizó por el riel y se atoró en el límite del carril metálico sin que pudiese alcanzar la huella inmortal de Beamon.
El bordoneo de abejas en un panal empezó a crecer entre los jueces y las tribunas. La expectación se fue hinchando. Oleadas de alegría inefable se formaban en el pecho de más de 70 mil espectadores.
Fueron en busca de una cinta de metal invar, de acero y aluminio. La modernidad deportiva no esperaba un salto de esa magnitud. Y midieron. El estupor: ¡8.90 m!.
El delirio se apoderó del estadio. Más de 29 pies le dijeron a Boston. Y empezó a correr sin saber hacia dónde. Sus rodillas tocaron el tartán sagrado, se prosternó, besó la pista. No lo podía creer. “Decidme que no es un sueño”.
Con divertida agudeza Manuel Seyde escribió. “Eso no lo salta ni un caballo”. Y Fausto Ponce: “El salto no es de esta época” y sugirió que la fosa de longitud llevara el nombre de Bob Beamon.
El anemómetro marcó 2 m en un segundo, la velocidad de viento máxima permitida por el reglamento. Sopla una décima más y el salto se vuelve humano…La temperatura, 25° C. Iba a llover y la presión atmosférica descendió a 577.8 mm de mercurio, el aire se adelgazó. La altura de 2,240 msnm, el tartán. Muchas cosas más coincidieron en el salto perfecto.
Una relación mínima con el fin de valorar la dimensión y trascendencia del salto del Siglo XXI. Desde que Jesse Owens saltó 8.13 m en Ann Harbor en 1935 el salto progresó 8 cm en 25 años; Ralph Boston saltó en 1960 en Walnut 8.21m. Boston y el soviético Igor Ter Ovanessian en progresión de 14 cm se alternaron el RM y lo dejaron en 8.35 m en 1964 y 1967. ¡Bob Beamon le arrancó 55 centímetros al récord mundial!
Por Arturo Xicoténcatl (Excelsior)