Como en otros regímenes autoritarios, el deporte sirvió para ocultar los crímenes del Estado. El título de una Copa del Mundo marcada por la corrupción y la muerte se concretó a metros de la ESMA.
“Mientras se gritan los goles, se apagan los gritos de los torturados y de los asesinados”. La frase es de Estela de Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, en el documental La Historia Paralela, y no hace otra cosa que reflejar lo que significó el Mundial de 1978, disputado y ganado por Argentina mientras el país vivía su noche más oscura. Esas imágenes, entre otras, se revivieron el viernes cuando Jorge Rafael Videla, el líder de la Junta Militar que encabezó la dictadura más sangrienta que vivió el país, murió preso en la cárcel de Marcos Paz por los crímenes de lesa humanidad que cometió en el llamado Proceso de Reorganización Nacional. Fue aquella una Copa Mundial, la primera ganada por la Selección, que no sólo se trató de fútbol, sino también de corrupción, muerte y miedo.
Sin dudas, la propaganda es uno de los instrumentos más importantes que tienen los gobiernos dictatoriales para publicitar su ideología. Y, en ese sentido, el deporte siempre fue una herramienta útil para ocultar –por un rato- maniobras políticas ilegales. Así como los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936, fueron utilizados por Adolf Hitler en Alemania, el Mundial de 1978 disputado y ganado por Argentina permitió silenciar por varios meses lo que ocurría en el país con la Junta Militar y sus atroces crímenes de lesa humanidad.
Los gritos de gol en el Monumental y los festejos ante cada triunfo que acercaba a la Selección a la final del Mundial parecían tapar aquellos gritos desgarradores de quienes, a menos de 1000 metros de allí, en la ESMA, sufrían en lo más cruel de la palabra las torturas de la dictadura militar más sangrienta que vivió Argentina. Así lo refleja el libro “La vergüenza de todos”, de Pablo Llonto: “Mientras la sociedad miraba y disfrutaba de la fiesta de todos, a diez cuadras del estadio de River, en la Escuela Superior de Mecánica de la Armada, se violaban los derechos humanos”. Aunque fue el más grande campo de concentración de la dictadura, no fue el único. Tanto en ese como en muchos otros hubo deportistas argentinos.
En Núñez, por ejemplo, estuvo Daniel Schapira, el único tenista desaparecido, mientras que en el conurbano estuvieron, entre otros, el atleta Miguel Benacio Sánchez y el futbolista Claudio Tamburrini. La historia de éste último es una de las más conocidas, gracias a la película “Crónica de una fuga”. Tamburrini era arquero de Almagro y estudiaba filosofía cuando lo secuestró un grupo de tareas de la Fuerza Aérea en 1977. Fue trasladado a la Mansión Seré, hoy un centro recreativo y de memoria en Ituzaingó, provincia de Buenos Aires, desde donde escapó –junto a otros tres compañeros- desnudo mientras afuera una tormenta azotaba la ciudad y helicópteros trataban de evitar la huida.
El de Miguel Sánchez también es otro caso que aún hoy se recuerda gracias a “La Carrera de Miguel”, que año a año se celebra en Argentina y en Italia. Era un maratonista y fue secuestrado en su casa de Berazategui en 1978. Su detención se produjo en el Centro Clandestino El Vesubio, de La Tablada, donde estuvieron al menos 400 personas.
Así, con secuestrados por todo el país, en junio del 78 los argentinos que podían caminar sin preocupaciones por la calle se sentaban en un sillón para ver los partidos del Mundial, ese en el que la dictadura gastó 700 millones de dólares, una cifra sideral y envuelta de corrupción. Lo primero en crearse fue el Ente Autárquico Mundial 78 (EAM 78), que les facilitaba a los militares el control absoluto del torneo.
El primer presidente fue el general Omar Actis, del Ejército y enfrentado con Carlos Lacoste –un íntimo de Emilio Massera, de la Armada e integrante de la Junta-. Fue Lacoste quien finalmente terminó controlando el EAM 78 ante la sospechosa y nunca esclarecida muerte de Actis en 1976, en un hecho que se trató de atribuir oficialmente a la guerrilla pero sobre el que siempre sobrevoló la sombra de Massera. Eso favoreció el gasto millonario en el que se incluyó la remodelación total del edificio de ATC, con el declamado objetivo de garantizar la mejor calidad de transmisión, como también la terminación de los estadios de River, Vélez y Central y la realización de los de Córdoba, Mar del Plata y Mendoza.
Pero la corrupción de la Junta Militar no terminó allí. Aunque nunca se pudo demostrar, la goleada 6-0 a Perú en semifinales manchó la historia de los mundiales de la FIFA. Tras el triunfo de Brasil (3-1 a Polonia), Argentina necesitaba más de tres goles de diferencia para avanzar a la final, contra Holanda en el Monumental. Y en Rosario consiguió goles de sobra. Ninguno de los jugadores peruanos admitió coimas, aunque sí un hecho curioso: la intimidante aparición de Videla en el vestuario antes y después del partido. Un dato más: 15 días después de aquel partido, el gobierno le otorgó al país vecino una donación no reembolsable, algo también documentado en La Historia Paralela.
Nadie podía negar que Argentina tenía un seleccionado capaz de salir campeón; muchos de sus jugadores, entre ellos Kempes, Bertoni, Fillol y Passarella, brillarían luego en todo el mundo. Pero también es clarísimo que ese Mundial le sirvió a la dictadura militar para que durante ese tiempo nadie hablara de otra cosa que no fuera de fútbol. Y se convirtió también en uno de los capítulos de la historia más oscura de Argentina. Esa que ni los gritos de esos goles hoy pueden acallar.