Gaumont, ganador de la clásica Gante-Wevelgem de 1997 y bronce olímpico en pista en los Juegos de Barcelona 1992, fue detenido en 2004 durante una investigación al equipo Cofidis. Ese mismo año, poco antes de que también lo hiciera Jesús Manzano en España, confesó las prácticas de dopaje propias y generalizadas en el pelotón, que incluían las transfusiones de sangre.
Durante el posterior juicio en noviembre de 2006, en el que fueron acusados diez personas, la presidenta del tribunal de Nanterre, Ghilaine Polge, le preguntó: “¿Habla de una cultura de la jeringuilla?”. Y él respondió: “Sí, cien pinchazos al año no son nada para un corredor”. Fue en la misma sesión en la que describió situaciones como a dos compañeros del Cofidis, Stuart O’Grady y David Millar (también encausado), que “esnifaban medicamentos después de regarlos con alcohol”.
En 2005, Philippe Gaumont escribió el libro ‘Prisionero del dopaje’, donde relató descarnadamente las prácticas de dopaje de la época. Habló del uso de EPO, de la hormona de crecimiento y del pote belga, una mezcla de heroína, cocaína y anfetaminas que elevaba peligrosamente las pulsaciones. “Nadie me obligó a doparme, me dopaba porque mi obligación era acabar bien clasificado”, fue una de las frases de Gaumont, que desarrolló su carrera profesional siempre en Francia en los equipos Castorama (1994-1995), Gan (1996) y Cofidis (1997-2004).
Tras su retirada se le relacionó con la adicción a las drogas. Su historia, inevitablemente, rescata otros nombres del recuerdo como los de Marco Pantani, Chava Jiménez y Frank Vandenbroucke, con quien llegó a coincidir en el Cofidis. Sus corazones se pararon antes de tiempo.