Por Juanma Trueba
Durante la Guerra Civil, en plena hambruna de la ciudad de Madrid, la estatua de Neptuno amaneció un día con un cartel colgado del cuello: “Dadme de comer o quitadme el tenedor”. Anoche, el Atlético alimentó a su dios después de catorce años sin victorias en los derbis, después de catorce años de decepciones petrificadas. Anoche, el Atlético fue fiel a su leyenda de equipo imprevisible, digno y, sobre todo, grande. La Copa es suya, merecidamente, y a falta de saber si su triunfo abrirá una nueva época en el Atlético algo es seguro: cerrará el oscuro tránsito de Mourinho por el Real Madrid.
La final fue de combustión lenta, pero segura. El juego de la primera parte fue un esfuerzo penoso y sólo a ratos glorioso. Más que conducir un balón, los jugadores parecían arrastrar la bola de los presidiarios. La presión sobre los hombros alcanzaba a sus tobillos y, a pesar del frustrante retorcimiento, no había quien les hiciera un reproche. Hasta que se impone la redondez de la pelota, las finales son al mismo tiempo un examen para ingenieros y acróbatas. Hay que memorizar lo estudiado y conservar el equilibrio, morder y templar. Lo habitual es que los equipos, impolutamente mecanizados por sus entrenadores, se anulen. La intriga es saber quién sacará al balón de la fábrica de robots.
Las ideas iniciales, no obstante, parecían claras. El Atlético rascaba como si el partido fuera un cupón con premio, de los que se ganan frotando el canto de la moneda. El Madrid era el Madrid en el Bernabéu. Serenísimo en el gesto y aupado, poco a poco, por su superioridad en el mediocampo, tan rebosante que Khedira, relevo de Di María en la titularidad, se movía muchas veces por los territorios del extremo derecho.
A los diez minutos el Atlético ya comenzaba a recibir pésimas noticias. El partido mostraba el perfil de un derbi convencional, de los que se repiten en los últimos catorce años. El Madrid le arrinconaba sin necesidad de esgrimir argumentos sensacionales, con la simple rutina de un talento superior: tiro de Cristiano taponado por algún pie maltrecho y un córner que fue ensayo de uno mejor.
Y a los trece minutos, marcó Cristiano. Özil sacó un segundo saque de esquina y su compañero buscó la pelota con más interés que ningún defensa, decidido en el desmarque y fabuloso en el salto, tan prolongado y tan alto su brinco, que hubiera dado tiempo a hacerle un retrato a carboncillo. Godín, sin embargo, se limitó a dibujar una cara de guardián burlado.
El reloj, primer aliado del Atlético, desertaba en dirección a los cuarteles del Real Madrid. La noche cerrada y fría se transformaba de pronto en día de la marmota, el derbi convertido en bucle, buenos días excursionistas.
Costó aceptar que lo sucedido no era tan bueno para el Madrid ni tan malo para el Atlético. La mayor parte de las veces marcar temprano distrae a los madridistas, retenidos por la confianza y por la proverbial prudencia de su entrenador. Por el contrario, su rival tenía tiempo para recuperarse del golpe recibido, para restañar las heridas morales y para comprender que estar herido es mucho mejor que estar muerto. El optimismo no depende de las razones objetivas, sino de la recia voluntad.
Tras la conmoción del Atlético llegó su rabia, cocinada durante catorce años. A base de darse cabezazos contra un equipo más alto, más fuerte y más técnico, los rojiblancos encontraron dos caminos, ni uno más: Arda o Diego Costa. El turco proponía la vía legal, la del fútbol, y el brasileño esa y todas las demás: insistir, pegar, trabar, cachear… también jugar.
Sin embargo, para llevarnos la contraria, el empate descubrió otro sendero. Falcao, al que muchos dan por inocuo lejos del área, se zafó de Albiol en una maniobra en la proximidad del mediocampo. Tras librarse de su marcaje con una sutileza insospechada, envió un pase mortífero a Diego Costa, de los que tienen el gol marcado en el GPS. Su compañero hizo el resto, que no era poco. Primero miró la pelota para no pisarla, como si en lugar de un balón le hubieran lanzado un ratón, uno simpático. Después chutó con absoluta precisión, raso y cruzado. Diego López llegó a acariciar el cuero, pero sólo para hacer mayor su tortura.
El reloj, arrepentido por su deserción, regresó a la muñeca del Atlético. Todo lo que fuera seguir con vida favorecía a los rojiblancos e impacientaba al Madrid. Después de catorce años de penurias, llegar al descanso con empate era una victoria anímica, y más aún visto el último arreón madridista: tiro al palo de Özil y taconazo de Ramos dentro del área, que no conectó con nadie, pero que bien pudo hacerlo.
El partido que salió de los vestuarios fue uno distinto, maravillosamente diferente, extraordinariamente enloquecido. El Madrid se adentraba en su terreno favorito, el de la heroica, y el Atlético penetraba en un universo desconocido, pero igual de apasionante: por vez primera en muchísimo tiempo se sentía en situación de tumbar a su terrible enemigo.
Los palos, en los minutos siguientes, siguieron reforzando esa sensación de euforia atlética. Lo que en otras noches hubiera desatado el pánico de jugadores y afición, se entendió anoche como una señal de la buena fortuna. Para el Madrid, ya se puede imaginar, era justo lo contrario. El favorito, acostumbrado a terminar sus aventuras en beso, se desconcertó muchísimo ante la resistencia del destino. No era para menos. En el minuto 60, una incursión de Cristiano se saldó, en menos de cinco segundos, con un tiro al palo de Benzema y con un rechace bajo palos de Juanfran, después de que Özil se hubiera abierto un claro en el bosque.
El tercer palo, siete minutos después, también tuvo a Cristiano como protagonista. En esta ocasión, su lanzamiento de falta apostó más por la intención que por la fuerza: su tiro, rasito y delicado, se estrelló contra el palo después de cruzar bajo los pies de la barrera saltarina.
Cristiano no fue el único que se desquició por aquello. Mourinho provocó su expulsión por unas protestas sin más justificación que la impotencia y la cobardía. El Atlético cabalgó entonces sobre la ola resultante para poner contra las cuerdas a su adversario en los últimos minutos del partido. Cuando el árbitro pitó el final, el fondo vestido de blanco resopló al unísono. El Atlético volvía a ganar sin ponerse por delante.
El Madrid entró con tres cambios a la prórroga: Arbeloa, Di María e Higuaín por Coentrao, Modric y Benzema. Quizá lo hizo para asustar, para recordar que su arsenal es infinito. Sin embargo, el Atlético ya estaba enardecido. Y más que eso: en el tiempo de los calambres, los jugadores de Simeone continuaban corriendo como búfalos en estampida. En el minuto 94, Diego Costa disfrutó de una doble oportunidad que le paró dos veces Diego López, primero a Diego y luego a Costa. El fuego se propagaba por todo el campo. El aire era gelatina. Cuatro minutos después, marcó Miranda. Koke centró desde la banda derecha y el central brasileño calcó el gol de Pantic al Barça en 1996, de cabeza, casi en las barbas del portero. Courtois salvó a su equipo poco después al rechazar un balón empalmado por Higuaín. La suerte volvía a agitar su bufanda rojiblanca. Y seguiría cantando oé, oé, oé.
En la segunda mitad de la prórroga, Courtois terminó de forjar su condición de héroe de la final. Cuando Özil cantaba el gol, bendecido por una asistencia de Di María, el portero belga se desplegó como un mapa para rendir homenaje a las mejores paradas de Casillas, ese campeón del mundo que ahora habita en el banquillo.
Lo siguiente fue una reyerta comprimida en cinco minutos de pasión y angustia. Cristiano fue expulsado por patear a Gabi, los banquillos se enredaron en una trifulca y Courtois recibió el impacto de un objeto lanzado desde la grada. En ese instante la reflexión se hizo coincidente: estos son los vientos que ha sembrado Mourinho. Después, el Madrid reclamó un penalti sin razón y el Atlético agotó el tiempo para comenzar uno nuevo, con Copa y sin traumas, despejado de nubes y malos recuerdos. Catorce años esperando este momento. Catorce años agazapado en busca de la victoria más dulce. Caviar para Neptuno. Puro Atleti.(As.com)